4.29.2011

el último de aquellos beatniks






 


 

Sobrevivió a todo: a Jack Kerouac y Allen Ginsberg, a sus propios excesos de todo tipo, a la culpa, a los exilios, a los críticos. El sábado lo mató su corazón, a los 83, en Kansas City.



 Aunque las informaciones cablegráficas repitan que murió el sábado, a los 83 años, en un cuarto de hospital de Lawrence (Kansas), los lectores de William Seward Burroughs harán bien en desconfiar. Beatnik heterodoxo, perverso polimorfo, gourmet entusiasta de todas las estimulaciones del mundo, el escritor sobrevivió a demasiadas catástrofes como para que un módico ataque cardíaco obligue a escribir sobre él en pasado. 


  Burroughs sobrevivió a una extensa carrera de heroinómano, emprendida intencionalmente a principios de los años '40, cuando dejó su St. Louis natal y desembarcó en Nueva York, y sólo interrumpida 20 años más tarde, en una diminuta habitación de Tánger cuando, después de pasarse un mes contemplándose su propio pie, descubrió, también intencionalmente, que se estaba muriendo. Sobrevivió a una fugaz experiencia criminal en México, cuando puso en práctica su alucinada puntería de Guillermo Tell con su mujer, Joan Vollmer Adams, y la mató con el disparo destinado al vaso de vidrio que había puesto sobre su cabeza. Sobrevivió a la culpa, al exilio (Sudamérica, Tánger) y a los procesos judiciales que le deparó a fines de los '50 su novela más famosa, Almuerzo desnudo, el más eufórico descenso a los infiernos de la droga que la literatura jamás haya emprendido en el siglo XX.  

  Sobrevivió a la admirada envidia que le profesaron Jack Kerouac y Allen Ginsberg, los dos cómplices con los que fundó el movimiento beatnik. Sobrevivió a la policía, a los médicos, al anonimato y a la fama, y hasta sobrevivió a Kurt Cobain, que en 1992 lo convocó para grabar su voz mitológica en un tema del álbum The Priest They Called Him. Ironías de la literatura: en 1993, Christopher Silvester, profético editor de una antología de reportajes, concluye el prólogo a la entrevista de Burroughs dándolo por muerto... en 1996. 

  Esa extraordinaria voluntad de persistencia es apenas la cara visible de la energía que consumió la vida y la obra de Burroughs: la energía de experimentar. Con su propio cuerpo, con la literatura, con la tecnología (no en vano Burroughs, ese Marshall Macluhan políticamente incorrecto, era nieto del inventor de la máquina de calcular), con las formas monstruosas que empieza a asumir el mundo contemporáneo. 


  Leída o no, conocida o rozada de segunda mano, su prosa y su figura fermentan desde hace décadas en los márgenes del mundo literario: en el rock (Patti Smith, Lou Reed, Soft Machine y David Bowie son algunos de sus deudores reconocidos, esto sin mencionar que U2 lo homenajea en su último video "Last nigth on heart"), en el cine (la versión Cronenberg de Almuerzo desnudo, el gurú adicto que Burroughs interpreta en Drugstore Cowboy, de Gus Van Sant),                                                                en 
                                             todas 
                                      aquellas regiones
                                   de la experiencia 
                                      donde la vida 
                         busca transformarse en otra cosa.  










Por Alan Pauls





No hay comentarios:

Publicar un comentario